25 de abril de 2011

Crítica: Historias de Philadelphia

Rafael Bargiela.

C.K. Dexter Haven, el primer marido de Tracy Lord aparece repentinamente un día antes de la siguiente boda de Tracy en su mansión con un rico hombre de negocios. Acompañándolo vienen dos periodistas que junto a Haven forman parte de una trama para poder publicar el reportaje de la boda en una revista de cotilleos sin permiso de la familia.

No siempre todas las relaciones personales acaban bien. Amistades, amores, sociedades, ideales, labores, aficiones o vocaciones son partes de nuestras vidas expuestas a la influencia de las circunstancias, al hecho de poder salir bien o mal, independientemente de la propia actitud de las personas. A raíz de esto, todos experimentamos, con mayor o menor suerte, la tristeza y la alegría, la victoria y la derrota, la fortuna y la desdicha, la excelencia y la decadencia, por supuesto el bien y el mal, pero sobretodo y ante todo nuestra historia está marcada por nuestro balance entre el amor y el odio. Puede que incluso ángeles y demonios se hayan amado antes de odiarse. Por ello, sobre un matrimonio fracasado que acaba rompiéndose los palos de golf y a empujones tuvo que haber mucho cariño para que fuera invadido posteriormente por tanto odio.

Siguiendo este paradigma, cumpliéndose tal como tan hermosamente contaba Robert Mitchum bajo ese enigmático y sobrecogedor personaje que interpretaba en "La noche del cazador", asistimos a esta exposición en forma de comedia de las miserias de un matrimonio acabado en vísperas de una nueva boda. Basada en una obra de teatro de Philip Barry, dirigida por George Cukor y producida por Joseph Mankiewicz (casi nada) esta adorable película de ácidos y brillantes diálogos destripa poco a poco los defectos y virtudes de sus personajes, sacando a relucir sus sentimientos más profundos, describiendo perfectamente como las peleas matrimoniales se manifiestan en violencia pero nacen de la ternura, como solo las situaciones apuradas muestran nuestras sensaciones más escondidas. Y lo hace de la mano de tres de los más grandes intérpretes que puedan haber existido en la historia: Grant, Stewart y Hepburn en la plenitud de su carrera.

Es imposible no quedarse fascinado ante el magnetismo inimitable, sarcástico y burlón de Cary Grant; o deslumbrarse con la belleza en estado de gracia y el talento de Katharine Hepburn; o no sentir simpatía por ése del que uno siempre quiere ser amigo, el hombre noble por excelencia, que fue siempre James Stewart. Con cualquiera de ellos te apetecería irte de cañas. Verse atrapado por su presencia al igual que absorben la cámara no hubiera tenido precio. Pero verlos dejándose querer y odiar en esta irrepetible historia tiene aún más valor.

Esta película es la perfecta forma de comprender que nadie es perfecto, que el amor es algo terrenal y humano, y como tal tiene errores y desventajas, jamás es limpio ni puro, y por eso "acabamos buscando otras causas, otros amores; pero solo son asuntos mezquinos, amor sin compasión, y sin causas y sin amor no somos nada. Nos quedamos porque tenemos fe, nos vamos porque nos desencantamos, volvemos porque nos sentimos solos, y morimos porque es inevitable", como bien decía Jack Palance en "Los profesionales". Porque todo el mundo ha tenido que amar mucho para odiar tanto.

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