8 de diciembre de 2010

Yo soy SHAKESPEARE

Antonio S. Capel.

El Londres de Kyd, Marlowe, Jonson, Bacon y compañía no era exactamente un dechado de seguridad en el que se pudieran cosechar enemigos de manera gratuita. Los odios y simpatías podían suponer el ascenso y caída de carreras, cierres de teatros y ácidas humillaciones en los mentideros de la corte, hirvientes de genios de la palabra que sabían cómo adular y cómo destruir. Más o menos como el seno del PP pero sin el punto Mortadelo y Filemón y el talento literario, claro. En este ambiente de pleitesía y adoración cuasi obligatoria a la reina Isabel, era más que una competición el componer sonetos que pudieran llegar a sus oídos declarando cuan amorosos se sentían por ella. Ahora bien, para determinados menesteres un buen pseudónimo era garantía de supervivencia. ¿Declaraciones de amor comprometidas? ¿Obras consideradas productos de masas y/o menores? Búsquese usted un buen hombre de paja que le cubra las espaldas en caso de que se tuerzan los asuntos.

Bajo esta consigna se escudan los defensores de la teoría de la autoría shakesperiana: ¿cómo es posible que un actor provinciano del pequeño pueblo de Stratford-upon-Avon produjera algunas de las obras más redondas de la historia del teatro? Olvidemos el elitismo que destila de suponer que una persona sin educación formal es incapaz de componer unos versos que de perfectos rayan en lo insultante; olvidemos así mismo que el propio Ben Jonson, amigo a la par que rival del autor de 'El Mercader de Venecia' indicará que los conocimientos de éste de las lenguas clásicas se limitaban a “poco latín y menos griego”.

Tenemos en cambio como indicio de duda razonable los lapsos biográficos que salpican todo el recorrido vital de Shakespeare: años perdidos, falta de documentos concluyentes de cualquier tipo de contrato o pago por dedicarse a escribir… ni una triste mención a su condición de autor.

Con estas condiciones, es una enorme tentación imaginar que William Shakespeare es tan sólo una broma que se ha escapado de las manos de algún autor juguetón. Una cortina de humo que proteja a respetables hombres de corte, un mero actor que se presta, a cambio de compartir gloria y vanidades, a ser el rostro y nombre de un desconocido autor y codearse con la crema y nata del Londres más exquisito. Candidatos no faltan a figura clave del teatro isabelino; las hay para todos los gustos. Por un lado tenemos al gran Christopher Marlowe, convenientemente ¿fallecido? en una reyerta tabernaria a los 29 años. Eso, desde el punto de vista de los teóricos de la mentira shakesperiana, así como las similaridades que se atribuyen a la admiración de W.S. hacia el bravucón Marlowe, explicaría como el fallecimiento de uno se produce antes de la surgencia de Shakespeare.

Tenemos también a Edward de Vere, Duque de Oxford. Como tal contó con la educación necesaria y produjo poemas considerados menores cuando se comparan con la producción shakesperiana. Hamlet parece además un calco de los avatares familiares de la familia del duque.

Pero sin duda, destaca la figura de Francis Bacon, Lord Canciller de Inglaterra, faro de conocimiento e intrigas maquiavélicas a partes iguales de la pérfida 'Albión'. Reconocido por todos como un ente dado a la dualidad (amable para unos, frío para otros, calculador e idealista, filósofo y político…), este autor reúne la dosis cierta de misterio y las dotes de manipulación necesarias para crear un personaje que oculte que el gran pensador escribe romances veroneses. Adorador de Pallas Athenea, diosa del Conocimiento que “agita su lanza (shakes her spear en inglés) contra la ignorancia”, poseía unos 200 folios de anotaciones curiosamente coincidentes con obras y temas shakesperianos entre otros indicios que unos magnifican y otros desdeñan por inconcluyentes.

Yo por mi parte he de confesar lo que todos sospecháis: yo soy Shakespeare, y mi mujer también. Ahí queda esa oscura referencia, montypythonianos...

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