José Hernández / Murcia.

Desde sus días de crítico de cine (en Fotogramas, en el programa de radio de Julia Otero), le tengo gran aprecio a Daniel Monzón. No sólo respeto su criterio, sino que me cae bien como persona. Cuando comenzó su andadura como director, estuve ansioso por ver lo que nos traía. Pero, aunque apuntaba maneras y se le notaban ganas de hacer productos originales dentro del panorama español, sus películas nunca terminaban de cuajar. A veces fallaba la historia, a veces su labor se enclaustraba demasiado en la serie B. Ha tenido que llegar Celda 211 para que realmente explote todo su potencial.

El argumento nos presenta a un funcionario de prisiones que visita la cárcel donde va a trabajar. Un accidente hace que quede inconsciente justo cuando se desencadena un motín en el ala de máxima seguridad, quedando atrapado dentro. Para sobrevivir, decide hacerse pasar por un preso más.

Se trata de una película intensa, que no deja un momento de respiro, con un suspense inteligente y un guión sólido como una roca. Uno de sus mayores logros es una galería de personajes memorables, interpretados de forma antológica. Mucho se ha hablado ya del Malamadre de Luis Tosar, un villano de esos que marcan historia, pero es que el resto del plantel no le anda a la zaga. Alberto Ammann es un descubrimiento en toda regla, siendo el auténtico corazón de la película (pese a que su titubeante acento argentino). Y el resto de secundarios que lo arropan son de lujo, desde Vicente Romero hasta un irreconocible Luis Zahera. Confieso que a la salida del cine creía que este último era un yonki real que habían reclutado para darle más realismo a la película. Así de impresionante está.

Pero además de ser un thriller que te mantiene pegado 100 minutos a la butaca, también tiene un discurso. Desde la crítica a la hipocresía de los políticos (en donde sabiamente no se nombra quién está en el gobierno, evitando partidismos) hasta el poder de los medios de comunicación para mover a la población (para bien y para mal), pasando por un rabioso ataque hacia el sistema penitenciario, que favorece el castigo y la exclusión frente a la reinserción y la rehabilitación. Es posible que la cinta despierte polémica entre los funcionarios de prisiones, blanco principal de su ácida mirada, pero el filme procura matizar situaciones y no meterlos a todos en el mismo saco. Sin dejar, claro, de reprochar la pasividad de los que dicen no abandonarse a la brutalidad. Por supuesto, este discurso social se engloba en una mirada psicológica hacia la naturaleza del ser humano, ya que la película plantea los límites hasta los que uno puede llegar, cómo las circunstancias pueden empujar a la persona más normal a cometer atrocidades.

Pero lo mejor es que toda esta reflexión está integrada totalmente en la trama. Monzón no renuncia a hacer una película de género para leernos la cartilla, al contrario, el suspense y la acción es lo primero. Los elementos con los que vertebra su discurso están introducidos como mecanismos para hacer avanzar la trama, como giros de guión, como matices de los personajes que ayudan a aumentar la conexión del espectador con lo que ve en pantalla. Ese es el gran mérito de su guión, que a un tiempo funciona como entretenimiento de primera, e introduce elementos de fuerza crítica cuya efectividad se ve sublimada por el suspense que los enmarca.

En resumen, un peliculón con todas las letras. Monzón, qué grande eres. Ya era hora que te saliese una joya de este calibre. A ver si en los Goya te reconocen la labor, porque debería arrasar de calle.