10 de agosto de 2009
Crítica: Ponyo en el acantilado
José Hernández / Murcia.
Desde hace décadas, literatos, críticos, psiquiatras y sociólogos se han empeñado en analizar los cuentos populares para extraerles todos sus significados ocultos. Personajes siniestros y moralmente corruptos, disfunciones psicológicas, perversiones llevadas al límite… Se ha envuelto a las obras de Andersen o los hermanos Grimm de una pátina de madurez y oscuridad de la que nunca hasta ahora habían hecho gala. Lo que eran historias con moraleja educativa para dormir a los niños se han convertido en un turbio reflejo freudiano de nuestros más profundos trastornos.
Se necesitaba un valiente como Hayao Miyazaki para devolver los cuentos a su justo lugar. Con Ponyo en el Acantilado, el maestro de la animación japonés narra a su manera la conocida historia de La Sirenita. Pero la sirena de Miyazaki no tiene nada que ver con la de Disney. Ariel era una mujer de rasgos voluptuosos, cándida y ultrasexuada. Su diseño aspiraba a convertirse en el material de masturbación por excelencia entre los prepúberes. Y su historia tampoco andaba a la zaga. Entre canciones cursis y diálogos simples se desplegaba una trama de odios familiares, celos, amor obsesivo (y, hasta donde permitía la productora, lujurioso y sexual), venganza y rebeldía adolescente. Incluso se la podría acusar de ser, como la posterior La Bella y la Bestia, una oda a la zoofilia.
Miyazaki, en cambio, opta por devolver la inocencia al cuento. La sirena en cuestión no es más que un pequeño pececillo de rasgos amorfos y cara de alubia, tan lindo como asexuado. Los protagonistas son niños de cinco años, que se comportan como tales y aún no conocen otra cosa que la sencillez y franqueza de la amistad, desprovista de cualquier consideración romántica o erótica. La rebeldía se torna mera curiosidad por el mundo, el desarrollo de la historia está mediado por sentimientos puros, y tampoco hay malvados: sólo padres preocupados que luchan por el bien de sus hijos, cada uno a su (extraña) manera. Ni siquiera cae en la tentación de convertir el filme en un alegato simplista sobre la preservación del medio ambiente, un tema recurrente en el director nipón, sino que esos elementos quedan relegados a un segundo plano por la amistad entre Sesuko y Ponyo.
También el aspecto formal se contagia de este enfoque. Se prescinde por completo del ordenador, cosa inusitada hoy en día incluso en películas de animación tradicional, recurriendo sólo al pincel y el lápiz. Pero ello no limita la complejidad de los escenarios y diseños: ahí están las apabullantes escenas acuáticas, pletóricas de detalles en cada plano. Y todo ello fruto de la desbordante imaginación de Miyazaki, que convierte una historia clásica en un espectáculo tan novedoso y creativo que hasta un cínico adulto puede quedar encandilado por los mundos maravillosos de su propuesta.
Forma y fondo se vuelcan pues para contar una historia pequeña, sencilla, como sus protagonistas. Un cuento sobre una amistad entre dos seres de diferentes mundos, sin disfunciones, sin depravaciones, sin oscuridad, que aboga por olvidar la complejidad del mundo real y volver a ver la vida desde los ojos de un niño. Porque no todos los cuentos necesitan ser historias de adultos encubiertas. A veces basta con hacer un canto al amor infantil, tan puro e inocente, tan honesto y sincero.
Quizá eso es lo que hace falta hoy en día: volver a sentir ese tipo de amor en lugar de aceptar ciegamente lo que todos dicen, que el ser humano es corrupto y perverso. Esta es la moraleja del cuento de Miyazaki, un cuento de los de antes como hace tiempo no nos contaban.
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