14 de julio de 2009

Libertad creativa: ¿bendición o condena?


José Hernández / Murcia

Cuando hablamos de arte, parece haber una cosa muy importante para valorar la obra en cuestión: si el autor ha gozado de libertad para crearla a su antojo. Dios nos libre de un artista que haya trabajado
por encargo, o cuya creación haya sufrido retoques por exigencias de un mecenas. Es como matar su autenticidad. Ahora bien, ¿es siempre nociva esta influencia?

Ahora mismo hay en los cines dos películas de presupuestos e intenciones dispares, pero cuyos directores han disfrutado de total libertad creativa:
Tetro, de Francis Ford Coppola, y Transformers 2, de Michael Bay. Cada una, a su manera, despliega claramente las virtudes y peligros derivados de que un autor se exprese sin ambages. Por un lado, podemos estar seguros de que la voz que escuchamos pertenece a una persona concreta. La puerta de la experimentación, de la comunicación total con el público, de la plasmación de los intereses más personales, está abierta de par en par. Pero por ella también se cuelan todas las limitaciones del artista, la autoindulgencia y los defectos adquiridos con la práctica (o la inexperiencia). El autor expone su rostro a la audiencia sin máscara alguna, pero en el proceso muestra tanto sus bellezas como sus estigmas.

En el caso del cine, además, se añade otra capa interpretativa: un rodaje es una experiencia colectiva. Mientras el pintor o el escultor pueden permitirse estar encerrados en un cuarto con su obra, el director de cine se ve obligado a trabajar con actores, técnicos, fotógrafos y demás parafernalia. En el caso de la autoría total, el director debería desoír cuanto tengan que decirle el resto de los involucrados. Sobre todo, claro está, ese ser preocupado por la comercialidad del filme y por recuperar su inversión, el productor. Sin embargo, este sacrificio es un auténtico despropósito, pues asesina sin piedad una de las más bellas experiencias de un proyecto: la construcción de la obra en el marco de una dinámica de grupo. Hay innumerables casos en donde las ideas de miembros del equipo técnico o artístico –y a veces, incluso, del productor- han sido determinantes para que la película en cuestión se convirtiese en una obra maestra.

Pero no sólo de las aportaciones de los demás estamos hablando. También de controlar los desmanes de un autor que puede obsesionarse tanto con una idea descabellada que necesita a alguien que le baje al suelo y le haga mirar la obra con perspectiva. O, sencillamente, que le imprima limitaciones que le hagan aguzar el ingenio. Quizá muchos se echen las manos a la cabeza por lo que voy a decir, pero la censura puede ser un magnífico acicate para la creatividad artística. Y de hecho, muchos autores han conseguido sus
mejores trabajos intentando sortear este yugo.

Así pues, en el caso del cine la libertad creativa es casi un inconveniente. Pocas películas con plena autoría alcanzan el culmen de la calidad. Por un motivo muy simple: hay que ser un genio para conseguirlo, y genios hay poquitos. Véanse los casos antes citados. Cuando a un mal director como Bay se le da manga ancha, demuestra a las claras sus limitados recursos visuales, su pobreza narrativa y lo pueril de sus intereses argumentales. Y cuando es alguien capacitado, como Coppola, tampoco se libra de ser irregular y abandonarse a ciertos excesos, estilísticos y argumentales, que no siempre encajan bien en un conjunto sólido.

Quizá sea tan importante tener buenas ideas propias como saber escuchar las de los demás y, sobre todo, saber valorar las que pueden aportar algo a la obra. ¿Por qué debería ser egocéntrico el arte?

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