28 de junio de 2010
Crítica: El retrato de Dorian Gray
José Hernández / Murcia.
A principios de los '90, un actor británico curtido en las tablas decidió pasarse a la dirección cinematográfica adaptando varios clásicos literarios y teatrales. Pero en lugar de hacerlo siguiendo los dictados de los puristas, les dio un aire (post)modernista que al mismo tiempo respetaba la fuente y le otorgaba nuevas capas que aprovechaban al máximo las posibilidades del medio. Ese hombre es Kenneth Branagh. Oliver Parker, director de la última versión de 'El Retrato de Dorian Gray', siempre ha querido ser como él. Y nunca le ha salido.
Donde Branagh ve nuevas posibilidades expresivas que se integran con la narrativa, Parker sólo emplea un par de trucos visuales gastados que no aportan gran cosa al film ni le dan un aura de autor. Donde Branagh comprende y potencia los temas que trata la obra original, Parker se centra en los aspectos más superficiales de la misma e intenta dotarles de profundidad con tópicos del cine moderno que no aportan nada. Estos son los dos problemas más acuciantes de su última película, los mismos que ya arrastraba su ópera prima, 'Otelo', en la que curiosamente Branagh interpretaba a Yago.
La novela de Oscar Wilde es un maremágnum de ideas interesantes que se pueden explotar en diversas direcciones. Al terror sutil que emana del argumento (un hombre que vende su alma con tal de que su retrato envejezca y sufra la corrupción de su alma en lugar de él) se le añaden múltiples lecturas. Por un lado, es una crítica de la moralidad puritana e hipócrita de la sociedad del siglo XIX, para la cual las apariencias son lo más importante. Por otro, es un estudio psicológico sobre un hombre al que no le afectan las consecuencias de sus actos, lo cual le otorga una libertad inusitada, pero también le conduce a la corrupción moral. Además, es una mirada cínica a varios conceptos arraigados en la literatura: el amor como fuerza purificadora, el castigo a la maldad, la posibilidad de la redención… Sin olvidar que el argumento abre un abanico de oportunidades para explorar la influencia de los eventos históricos o del simple paso del tiempo sobre los personajes.
De todo esto, lo que aparece en la película de Oliver Parker está tratado sólo en sus aspectos más superficiales. Vemos las orgías y actos reprobables de Dorian Gray, pero no nos sumergimos realmente en la progresiva destrucción de su moral, ni percibimos los motivos por los que encuentra placer en esas perversiones. En lugar de mostrar su culpa, se expresa su cargo de conciencia con ocasionales alucinaciones efectistas que no profundizan en su psique. Observamos ciertas convenciones de la época, pero no se hace hincapié en cuánto influyen en el desarrollo de la historia y en la evolución de los personajes. La historia avanza más de veinte años, con cambios fundamentales en el mundo que les rodea, y sin embargo nada de eso impregna en lo más mínimo el devenir de los acontecimientos.
También hay claros signos de que el director no acabó de entender la esencia del relato. En esta versión, Dorian es una persona fascinada por su retrato y por cómo se va corrompiendo, lo cual entra en conflicto con la progresiva autodestrucción que sigue a sus excesos. Tampoco hay ni un atisbo de ironía en la forma de abordar la relación entre Dorian y la hija de Lord Wotton, como una simple y redundante historia de amor. Sin embargo, esto no sólo resulta incoherente con la evolución de Dorian, sino que elimina todo el propósito inicial de Oscar Wilde: burlarse de forma trágica y oscura de las convenciones literarias de origen cristiano, que predican el amor como fuente última de salvación, planteándolo en su lugar como una mezcla de ingenuidad y egoísmo.
Su peor defecto, sin embargo, es el de querer transformar la historia en una película de terror al uso. Mediante trucos efectistas como efectos de sonido truculentos, subidas de volumen, planos aberrantes y demás, se intenta crear una atmósfera que recuerde a las películas de casas encantadas. Sin embargo, no es ese el tipo de miedo que requiere esta obra. Lo que precisa es algo más sutil, más reposado, más psicológico. La ominosidad de la tragedia, presidida por un omnipresente cuadro que aunque nunca vemos, sentimos que se cierne sobre toda la historia. Al sustituir todo eso por un cuadro con movimientos por ordenador y con sucesivas escenas ‘de impacto’ donde realmente no ocurre nada, Oliver Parker está destruyendo la atmósfera del relato en lugar de dotarla de mayor expresividad. El culmen de todo esto es su final, sencillo y efectivo en la página; hinchado, espectacularizado, fallido y desprovisto de impacto en celuloide.
No todo son inconvenientes, desde luego. La película no es en absoluto mala. Lo que conserva del original le proporciona mayor contenido que muchas producciones de Hollywood, mientras que la realización, aunque no le saque partido al material, se mantiene a un nivel que no molesta a la hora de visionar el film. También hay elementos que sí se han sabido plasmar en pantalla. La relación entre Dorian y Lord Wotton está muy bien definida: la forma en la que el veterano aristócrata influye con su pensamiento nihilista en la pérdida de inocencia del joven es lo más interesante de la cinta, y la hipocresía de la que hace gala se va desvelando progresiva y adecuadamente. También influye en esto que los actores estén más que correctos, desde un Colin Firth que hace completamente suyo el personaje hasta un Ben Barnes que, pese a un inicio algo titubeante, consigue dotar de aristas a un Dorian Gray que podría haber quedado excesivamente gris en el envoltorio prefabricado en el que es atenazado por el director.
En resumen, se trata de una versión de la historia clásica que palidece respecto al libro e incluso respecto al film de 1945. Si se tratase de una miniserie televisiva, se podría decir que está a un buen nivel. Sin embargo, para una película cinematográfica, eso significa que lo mejor es esperarse a que la echen por la tele en lugar de gastar dinero en verla.
Donde Branagh ve nuevas posibilidades expresivas que se integran con la narrativa, Parker sólo emplea un par de trucos visuales gastados que no aportan gran cosa al film ni le dan un aura de autor. Donde Branagh comprende y potencia los temas que trata la obra original, Parker se centra en los aspectos más superficiales de la misma e intenta dotarles de profundidad con tópicos del cine moderno que no aportan nada. Estos son los dos problemas más acuciantes de su última película, los mismos que ya arrastraba su ópera prima, 'Otelo', en la que curiosamente Branagh interpretaba a Yago.
La novela de Oscar Wilde es un maremágnum de ideas interesantes que se pueden explotar en diversas direcciones. Al terror sutil que emana del argumento (un hombre que vende su alma con tal de que su retrato envejezca y sufra la corrupción de su alma en lugar de él) se le añaden múltiples lecturas. Por un lado, es una crítica de la moralidad puritana e hipócrita de la sociedad del siglo XIX, para la cual las apariencias son lo más importante. Por otro, es un estudio psicológico sobre un hombre al que no le afectan las consecuencias de sus actos, lo cual le otorga una libertad inusitada, pero también le conduce a la corrupción moral. Además, es una mirada cínica a varios conceptos arraigados en la literatura: el amor como fuerza purificadora, el castigo a la maldad, la posibilidad de la redención… Sin olvidar que el argumento abre un abanico de oportunidades para explorar la influencia de los eventos históricos o del simple paso del tiempo sobre los personajes.
De todo esto, lo que aparece en la película de Oliver Parker está tratado sólo en sus aspectos más superficiales. Vemos las orgías y actos reprobables de Dorian Gray, pero no nos sumergimos realmente en la progresiva destrucción de su moral, ni percibimos los motivos por los que encuentra placer en esas perversiones. En lugar de mostrar su culpa, se expresa su cargo de conciencia con ocasionales alucinaciones efectistas que no profundizan en su psique. Observamos ciertas convenciones de la época, pero no se hace hincapié en cuánto influyen en el desarrollo de la historia y en la evolución de los personajes. La historia avanza más de veinte años, con cambios fundamentales en el mundo que les rodea, y sin embargo nada de eso impregna en lo más mínimo el devenir de los acontecimientos.
También hay claros signos de que el director no acabó de entender la esencia del relato. En esta versión, Dorian es una persona fascinada por su retrato y por cómo se va corrompiendo, lo cual entra en conflicto con la progresiva autodestrucción que sigue a sus excesos. Tampoco hay ni un atisbo de ironía en la forma de abordar la relación entre Dorian y la hija de Lord Wotton, como una simple y redundante historia de amor. Sin embargo, esto no sólo resulta incoherente con la evolución de Dorian, sino que elimina todo el propósito inicial de Oscar Wilde: burlarse de forma trágica y oscura de las convenciones literarias de origen cristiano, que predican el amor como fuente última de salvación, planteándolo en su lugar como una mezcla de ingenuidad y egoísmo.
Su peor defecto, sin embargo, es el de querer transformar la historia en una película de terror al uso. Mediante trucos efectistas como efectos de sonido truculentos, subidas de volumen, planos aberrantes y demás, se intenta crear una atmósfera que recuerde a las películas de casas encantadas. Sin embargo, no es ese el tipo de miedo que requiere esta obra. Lo que precisa es algo más sutil, más reposado, más psicológico. La ominosidad de la tragedia, presidida por un omnipresente cuadro que aunque nunca vemos, sentimos que se cierne sobre toda la historia. Al sustituir todo eso por un cuadro con movimientos por ordenador y con sucesivas escenas ‘de impacto’ donde realmente no ocurre nada, Oliver Parker está destruyendo la atmósfera del relato en lugar de dotarla de mayor expresividad. El culmen de todo esto es su final, sencillo y efectivo en la página; hinchado, espectacularizado, fallido y desprovisto de impacto en celuloide.
No todo son inconvenientes, desde luego. La película no es en absoluto mala. Lo que conserva del original le proporciona mayor contenido que muchas producciones de Hollywood, mientras que la realización, aunque no le saque partido al material, se mantiene a un nivel que no molesta a la hora de visionar el film. También hay elementos que sí se han sabido plasmar en pantalla. La relación entre Dorian y Lord Wotton está muy bien definida: la forma en la que el veterano aristócrata influye con su pensamiento nihilista en la pérdida de inocencia del joven es lo más interesante de la cinta, y la hipocresía de la que hace gala se va desvelando progresiva y adecuadamente. También influye en esto que los actores estén más que correctos, desde un Colin Firth que hace completamente suyo el personaje hasta un Ben Barnes que, pese a un inicio algo titubeante, consigue dotar de aristas a un Dorian Gray que podría haber quedado excesivamente gris en el envoltorio prefabricado en el que es atenazado por el director.
En resumen, se trata de una versión de la historia clásica que palidece respecto al libro e incluso respecto al film de 1945. Si se tratase de una miniserie televisiva, se podría decir que está a un buen nivel. Sin embargo, para una película cinematográfica, eso significa que lo mejor es esperarse a que la echen por la tele en lugar de gastar dinero en verla.
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1 Response to "Crítica: El retrato de Dorian Gray"
Qé bueno pepe...lástima q no lo leyera antes de las oposiciones, y me habria ahorrado estudiarme el tema 61..
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