Rafael Bargiela / Madrid.

Con dos nominaciones (Fotografía y Película de habla de habla no inglesa), iniciamos la semana de los Oscar con una crítica de uno de los mejores directores europeos.

En un pequeño pueblo de la Alemania de principios del siglo XX están sucediendo una serie de acontecimientos extraños. Niños torturados, un granero quemado, un accidente del médico... El maestro de la escuela comienza a investigar por su cuenta, descubriendo poco a poco la verdad detrás de tan atroces hechos.

Toda maldad tiene un origen. La desgracia humana, sumada al maltrato, a la envidia, al más puro conservadurismo y a la inhibición forzada de todo sentimiento libre, conllevan a un terrible trastorno emocional. Solo bajo un ambiente sombrío y gris desde niño se puede acumular semejante cantidad de rabia, solo así se entender el monstruosismo posterior.

Haneke nos hace sufrir, con intuída violencia, el sufrimiento y la presión sufrida por los niños pertenecientes a la Alemania profunda próxima a la primera guerra mundial. A través de puertas cerradas, personajes escondidos entre paredes y sutiles sombras, sufrimos sin música los llantos agónicos de los niños al caer al abismo.

El temor por el castigo, el dolor y el maltrato, así como el sometimiento a una dura disciplina, marcan la infancia de estos niños, los cuales serían, años después, los seguidores más incondicionales de un señor llamalo Hitler. El director nos guía detalladamente a través de los orígenes del nacismo, profundizando en los aspectos más oscuros de la vida cotidiana de aquellos seres. Plasmado todo con un blanco y negro escueto y riguroso, lleno de sombras y grises, perfecto para una historia sin ningún ápice de color.