Ana María Gragera / Valdelacalzada.

El día 20 de Noviembre ha quedado institucionalizado como Día Universal de la Infancia. Fue en 1959 cuando se creó la Declaración de los Derechos de los más pequeños, estableciendo así una base sobre los principios invulnerables del Niño.

Entre los puntos básicos destacan el derecho del niño a jugar, a tener una familia, a estar protegido durante los conflictos armados y el derecho a la alimentación y nutrición, entre otros.

Lo cierto es que cincuenta años han pasado ya desde esta Declaración y las cosas sólo van de mal en peor. Es irónico celebrar el Día del Niño, acontecimiento que exalta los derechos de éstos, cuando en verdad hay poco que celebrar.

En los países desarrollados se protege, cada vez en mayor medida, la situación de los niños, niñas y adolescentes miembros de su sociedad, pero cabría preguntarse qué se hace por los pequeños que no viven en estos países.

Para obtener una respuesta sencilla, sin muchas complicaciones, únicamente hay que observar los datos que aporta UNICEF: 126 millones de niños y niñas son explotados laboralmente en el mundo, 250.000 son reclutados como combatientes para los conflictos armados y 150 millones de niños están aún desnutridos.

Entonces, ¿qué celebramos? Dejémonos de palabras bonitas y días especiales que sólo sirven para que los países ricos se cuelguen medallas sobre sus políticas de protección de la infancia, mientras dejan abandonados a los otros niños que, casualmente, no tienen voz ni voto en las futuras elecciones de su país.

Cierto es que muchas Organizaciones No Gubernamentales velan a diario por la protección de los derechos de los pequeños, pero eso no es suficiente. Hace falta una mayor implicación de aquellos que pueden ejercer presión para que dejen de vulnerarse los derechos básicos de los menores, léase los gobernantes del conocido “Primer Mundo”.

Mientras tanto, serán los niños más desfavorecidos los que paguen las consecuencias de todos los desmanes que realizamos los adultos.